miércoles, 3 de octubre de 2007

El Caribe que viví

Los tópicos muchas veces son reales. La República Dominicana, como diría el lugar común, es una tierra de contrastes, donde apenas hay clase media y donde la miseria es vecina del lujo. Allí hay padres de familia con 14 años, casas de 20 metros cuadrados en las que viven 11 personas, y mucha, mucha hambre. También hay cincuentones blanquitos que tienen 3 o 4 mujeres, 3 o 4 coches, 3 o 4 casas y 3 o 4 de lo que quieran. La gente es excesivamente simpática, pues muchos ven en ti una oportunidad. Las mujeres te entran, pero seguramente no por guapo. Todo tiene precio allí. Hay casi tantas pistolas como teléfonos móviles y el que no conduce una jeepeta (todo terreno) no es nadie. La apariencia es una obsesión. La luz se va varias veces al día y encontrar una papelera no es fácil. Manejar (conducir) es como hacerlo en un videojuego macarra, sin reglas, sin respeto, sin nada. Eso sí, en ocho días no he visto un accidente. Ayer llegué a Sevilla y en diez minutos vi dos. Las cosas del Caribe. Santo Domingo es una ciudad viejísima, cuna del nuevo mundo, el orgullo nacional. Uno siente que está en un sitio especial, pero en el que casi todo se ha hecho mal. Los bares cierran a las 12 por la inseguridad, y los fines de semana a las 2. En la zona colonial hay un policía en cada esquina, pero es que están casi todos allí. El resto de la ciudad es una anarquía en la que la corrupción empieza por los propios agentes de la autoridad. Nada más aterrizar nos recogió un español y entrando en la ciudad le paró un policía. Quería dinero, no más. La vida parece muy complicada pero el índice de felicidad no debe ser muy bajo. Siempre ríen y Dios, el salvador, les ayuda. Su fe es extrema. Los dominicanos prefieren no trabajar a hacerlo en el campo o la construcción; para eso están los haitianos, sus vecinos pobres. En Santo Domingo un niño está contento si tiene un bate de béisbol. Es su mejor libro, su esperanza de hacerse millonario en Estados Unidos. En la costa este de la isla está Punta Cana, la de los anuncios de los periódicos. Palmeras, plátanos, arena blanca y agua turquesa, pero ni la arena es tan blanca ni el agua tan turquesa. Lo que yo he visto es un turismo de tatuaje tribal, de olor a cerveza derramada y trozos de pizza en la piscina del hotel. Un paraíso con estética de Torremolinos años 80, donde todo es mentira. En definitiva, un país encantador donde la lógica no existe. Supongo que volveré.

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